Un axioma puesto a prueba
La pratique à plusieurs inicia en 1974 en la institución para niños gravemente afectados por autismo y psicosis llamada Antenne 110 y ubicada alrededor de Bruselas.
La pratique à plusieurs es la respuesta dada en esta institución para enfrentarse a las problemáticas expuestas por estos niños en su situación de cierre total al discurso social.
Este es el resultado de una elaboración clínica y teórica cuyo punto de partida era, tomar en serio – para confirmarla o refutarla – la afirmación de Lacan que también el niño autista está en el lenguaje.
Estar en el lenguaje no quiere decir estar en el discurso. Para Lacan, el niño autista está en el lenguaje pero no está en el discurso. Estar en el discurso quiere decir, que se sepa o no, saber arreglárselas con los diversos lazos sociales que se instauran entre los seres que hablan.
Para el niño autista estar en el lenguaje quiere decir que, igual a cualquier otro, también él recibe su ser de sujeto de su relación con el significante. Sólo que, a diferencia de otros, en lugar de hacerse representar y al mismo tiempo hacerse tachar por el significante, él es no tachado y como tal, él realiza en lo real el objeto fantasmático que satura la falta del Otro. Por esto, no logra estar en la circulación del discurso.
El juego
Generalmente el niño revela su relación con el significante a través del juego. En el juego el niño se hace elemento que vale con relación a los otros, es decir a sus compañeros de juego, se hace representar por un objeto que vale como significante de su posición subjetiva con respecto a los otros, a saber, su cochecito valdrá como su representante con respecto a los cochecitos de sus compañeros. Y al final él muestra, jugando, ser capaz de aceptar algunas reglas revelando, de este modo, una relación establecida con la ley simbólica.
Al revés, el niño autista no juega. El elemento, el objeto, ese algo que tiene siempre consigo, no es una cosa para jugar sino un algo que lo completa y al mismo tiempo lo aísla. Ese elemento – cochecito, osito o hilo – no es un medio hacia su semejante, hacia su compañero de juegos, sino un complemento que lo homeostatiza, es una protección, y al mismo tiempo una barrera.
Circularidad entre el significante y el goce
Estando en el lenguaje, al niño autista el simbólico no le hace defecto más que a cualquier otro. Sólo que en él se realiza la circularidad primaria que existe entre el significante y el goce. El niño autista es la prueba viviente de esa circularidad. Para él, el significante no se presenta con su cara de simbólico, sino con su cara de real. La palabra misma – de elemento que terapeutiza desliendo con el simbólico la relación hibrida que hay entre lo real y el ser hablante – pierde su valor de comunicación del sujeto con el Otro revelando una más profunda identidad. La palabra está desconectada del sujeto en su relación con el Otro. En este sentido podemos decir que el niño autista es la prueba viviente que la palabra es estructura de goce.
Como en ningún otro ser que habla, en el niño autista la palabra es real y no muestra su poder benéfico: en lugar de poner a distancia al sujeto del goce, ella está al revés, lo por lo cual el sujeto se encuentra confrontado al goce mortífero, al goce en exceso, al goce no reglado y no normalizado. Para el niño autista la palabra no sirve tanto para decir, cuanto para gozar. Y por eso se defiende de ella y de este goce sin reglas, que hace retorno en el real de su propio cuerpo. Tapándose los oídos, él revela que se defiende de palabras alucinadas que provienen de Otro intrusivo.
Nosotros sabemos que la regla normal es un efecto de lo que Lacan llama el nombre del padre y que induce en la palabra la separación entre el decir y el gozar. Es como si – normalmente – el nombre del padre nos distrajese del hecho de que el lenguaje y el goce son una sola cosa. Hacemos como si, a través del nombre del padre, el lenguaje y el goce hacen dos. El niño autista no está en este engaño: para él hay un Uno-solo, un Uno-sin-el-Otro del lenguaje. Y este Uno se dice de un sólo modo: goce.
El niño autista: un trabajador ya en obra para defenderse del Uno-solo…
Preso en el registro del Uno-solo, constatamos que el niño autista está ya empeñado a dar la cara al goce activándose en una doble operación: una operación de autodefensa y una operación de autoconstrucción. Una operación de autodefensa.
Tomando el simbólico valor de real, algo en el niño autista se hiela. Hay dificultad de entenderlo y, por otra parte, la palabra dirigida a él puede tomar valor de goce fuera control: palabra que deviene entonces eminentemente traumática. Aquí se delinea el hecho de que si hay sustancia de palabra, ésta no puede ser más que de orden sexual, entendido en el sentido freudiano. Ahora, esta autodefensa del niño autista anula, por lo menos a primera vista, todo lo que es del registro del Otro. Es por eso que el cuidado de parte de otros es inaceptable. No es aceptable porque este otro o es tan otro que, es inasimilable al Uno-solo o, por falta de separación, se reduce a ser el Uno-solo mismo.
Cualquiera atención por lo tanto a él dirigida o es inoperante o es pura agresión. El simbólico no sirve para hacer de barrera al goce en exceso. Al contrario, el simbólico revela ser, él mismo medio de goce: el simbólico y lo real hacen en efecto uno.
Una operación de autoconstrucción.
Se trata de tentativas hechas por el niño autista, sin ningún otro recurso que sí mismo, para instaurar un mínimo de vida. Puesto que la vida – por lo menos seguramente la vida humana – es sostenida por el simbólico. Ciertamente, no se trata de un mundo sostenido por el nombre del padre, sino se trata de un mundo sostenido por la estructura elemental del simbólico. Así el niño autista da, también él pero a su manera, la prueba de que el simbólico es el padre del hombre.
Pero ¿cómo se introduce este ajuste mínimo simbólico? Se introduce por medio de un cierto movimiento que el niño autista hace a partir de sus objetos. Concretamente, se trata de tentativos de construcción hecha por el niño autista donde lo que es del orden del significante – el más y el menos, la ida y vuelta, el cerrar y el abrir, en conclusión, un latido a dos tiempos – es aplicado de manera automática al objeto que es suyo – al objeto que tiene siempre consigo, pero también a su cuerpo o a una apéndice cualquiera que es funcionalmente parte de su cuerpo, aunque sea mucosidad o saliva. Esta aplicación produce una mínima, y aún así, eficaz regulación del goce. Este trabajo entonces – porque de trabajo se trata – se produce por medio de toda una clase de manipulaciones y arreglos del cuerpo.
Sin embargo, el medio de la operación no es el significante que se sirve del cuerpo después de haberlo anulado, sino, al contrario, el medio de la operación es el cuerpo mismo o un objeto que se agrega al cuerpo y que lo complementa, y que se regula sirviéndose de ciertas propiedades – un latido, una alternancia binaria – en las cuales nosotros reconocemos una estructura que evidencia ya el orden del significante, pero que se presenta, al observador, como una estereotipia.
…sin el Otro Todo este trabajo el niño autista lo cumple solo. Poco le importa el Otro. Pero esta anulación del Otro se paga con la no Aufhebung: con la no anulación del objeto y en consecuencia con la no elevación del objeto al estatuto del significante. La alternancia dada a los objetos es helada: el Otro no entra simbólicamente en juego. El objeto no cae y su repetición no se articula como un encadenamiento significante a la manera del Fort/Da del niño freudiano. Se revela en cambio como una repetición que queda en el orden del goce: ella se repite y basta. A pesar de, pues, todo este trabajo producido, los resultados no están a la altura del esfuerzo, y el niño autista queda así fuera de aquel efecto extremadamente importante del lenguaje que es el lazo social.
Las dos caras del simbólico
Las dos operaciones del niño autista nos dan una perspectiva sobre las dos caras del simbólico: normalmente, hay una cara que aparece en primer plano, es la cara que frena el goce, pero hay también una cara escondida y es la cara del goce. Podemos decir que para el niño autista y psicótico - y probablemente para cada psicosis – estas dos caras se invierten: la que está en primer plano es la cara del goce, mientras que la otra cara es reenviada a un nivel de pura sucesión de significantes que no se encadenan aunque se repitan.
Ahora, si de un lado el niño autista se defiende del simbólico, de otro lado no puede hacerlo menos, precisamente porque es un ser humano, un ser tejido de simbólico. Y el recurso a este funcionamiento mínimo del simbólico es su trabajo diario.
Para comprender el impacto de este funcionamiento, escindimos pues el simbólico, en el niño autista, en estos dos valores: el simbólico como real y el simbólico como barrera al goce.
¿De qué manera este segundo valor se connota en el niño autista? Ésto se connota a través del hecho de la aplicación sobre el objeto, por parte del niño autista, de un funcionamiento, que es del registro del significante, que produce un efecto de regulación y de estabilización. Pero en el trabajo que el niño autista hace solo, para que ésta aplicación mínima del significante pueda obtener un cierto efecto de pacificación, toda sorpresa o novedad son normalmente proscritas: en línea de principio, necesita pues, que el latido se produzca en una pura repetición sin ninguna sorpresa.
¿Como se connota en cambio el primer valor? Se connota a través de una solución de continuidad del simbólico con el real y el imaginario. En el caso del niño autista no solamente el simbólico es real, también el imaginario pierde su diferenciación y se hace real. Entonces el imaginario no se pone – como pasa sin embargo, a veces en las otras psicosis – a suplir la función normalmente tenida por el simbólico, ofreciendo al sujeto un punto de enganche, a veces muy sólido y operativo para los fines de la supervivencia.
Separación del lugar y del puesto
Estos dos valores del simbólico son aclarados en un pasaje del seminario de J.-A. Miller donde se hace una distinción entre el lugar y el puesto.
El niño autista es aquél que – como todos y cada uno – hace recurso del simbólico como lugar: él también está en el lugar del Otro, lugar del inconsciente que es la escena donde se juega la partida de su destino. Él también está en una red simbólica que procede de modo lógico. Lógica que se puede hallar, nada menos que, en la sucesión de las generaciones. Pero en esta lógica él no viene representado por un elemento, el significante, que lo representa en cascada en una serie que vuelve el destino contingente, abriéndolo a posibilidades inéditas.
Para él en cambio, el lugar del inconsciente no es un lugar donde él está incluido como móvil, pues él es como un objeto fijado y congelado en un destino ya jugado. Él habita este lugar en una espera permanente: la de ser separado del objeto que él es, para ser en otra parte respecto a sí mismo. Aquí él intenta, con cada recurso, conectarse al significante. Lo llama poniendo en juego sus objetos, su propio cuerpo o su apéndice, que lo complementa, para que el latido repetitivo inscriba – por desgracia sin lograrlo – aquella anulación por la cual podría ser tachado, haciéndolo surgir en la representación que de él haría el significante.
El lugar, como marco que pone el simbólico para que la vida sea humana, es lo que permite que también el niño autista pueda vivir en una cierta pacificación. Su lugar de vida debe ser regido, regulado por un funcionamiento simbólico que lo ponga al amparo del capricho del Otro.
Nosotros conocemos el derrumbamiento que a menudo acompaña al niño autista solamente en el cambiarlo de lugar de vida o cuando se le cambia el marco de vida de modo no regulado.
Al contrario del lugar, el niño autista no hace uso sin daño al simbólico en cuanto puesto. Normalmente para él lo que es esencial es que el lugar sea separado del puesto, porque es a nivel del puesto que el niño autista – y sin duda para cada psicótico – el simbólico toma eminentemente valor de real: la represión, la denegación y la preclusión del nombre del padre están correlacionados con un puesto. Es en efecto, en términos de sustitución de puesto, es decir de metáfora, que están indizadas aquellas operaciones que denotan el desplazamiento que traduce la movilidad en la cual se inscribe el deseo. En cambio, es en términos de jaque de la metáfora, o de la sustitución de puesto, que son indizadas aquellas operaciones que denotan la fijación o la repetición del goce.
El simbólico, entonces, a nivel del lugar, mantiene al sujeto a distancia respecto a lo real. Mientras, en cambio la coalescencia del Otro del lenguaje y del goce se produce y se revela a nivel del puesto.
El Otro de la comunicación
Si el niño autista está en el Uno-goce, que engloba al Otro excluyéndolo como lo que hace límite al goce, el Otro no es entonces lo que hace presencia pacificante, lo que permite la comunicación y, finalmente, lo que hace lazo social.
Si el autismo es esta exclusión del Otro, ésta debe manifestarse, por cuanto precoz puede ser. Una indicación de Lacan aquí es preciosa: es la risa lo que manifiesta que el lactante recibe la presencia del Otro como pacificante. La risa es el indicador de una comunicación que es, mucho antes que la palabra, el indicador del inicio de un lazo social.
Aún antes de la falta de juego, es a través de la falta de la risa dirigida hacia el adulto que le hace zalamerías, y la persistencia de una mirada que punta más allá de lo que lo mira, que el niño manifiesta, con signos tangibles, su ir a la deriva, su perder el ancla que lo vincula al mundo y la brújula que lo orienta: el deseo del Otro.
El Otro de la palabra y el Otro del lenguaje
Aunque no se recubren de ningún modo, la diferenciación entre lugar y puesto nos deja entrever que también a nivel del Otro es necesaria una precisión que llevará a una diferenciación que podría revelarse operativa. Esta diferenciación nosotros la reencontramos en Lacan en la aclaración que J.-A. Miller aporta acerca l’ Otro de la parola y l’ Otro del lenguaje. Estos dos “Otro” se diferencian de modo eminente. El Otro de la palabra es el Otro del reconocimiento, es el Otro que acepta el sujeto: es el Otro del Eros.
Pero hay también, un otro “Otro”. Se trata del Otro del lenguaje. Otro que somete cada viviente humano al reino de la muerte y de la mortificación: es el Otro del Tanatos. Sin embargo es propiamente él quien es fuente de un deseo inconsciente subjetivado, donde podemos reencontrar lo que es propio y principal del ser que habla.
El sujeto, al nivel de las leyes de la palabra, busca ser reconocido: es un sujeto que aspira al deseo de ser reconocido. En cambio, al nivel de las leyes del lenguaje el sujeto busca ser interpretado: es un sujeto que aspira al hecho de que su propio deseo, que se manifiesta a través del síntoma, sea interpretado, es decir que sea llevado a la luz el deseo reprimido.
1 Cfr. J.-A. Miller, “Lacan contro Lacan”, in J. Lacan et alii, Il mito individuale del nevrotico, Astrolabio, Roma, 1986, p. 94.
Es verdad que el psicótico nos enseña que en su caso el reconocimiento simbólico no tiene lugar, puesto que él es faltante de la inscripción significante del nombre del padre.
El Otro de la palabra, que es el Otro del reconocimiento y del don hecho al sujeto de un puesto sujetivo, es inoperante. Al contrario el lenguaje es bien operante, sobre todo en su estatuto de real, y el Otro del lenguaje, no más en la vaina del Otro de la palabra, revela así su aspecto mortífero y persecutorio.
En el caso del niño autista el Otro de la palabra no llega para pacificar el Otro del lenguaje, que se presenta descubierto, sin ser en lo más mínimo, recubierto por el Otro de la palabra. Por eso la palabra que se le dirige, adquiere para él, valor real: trauma y violencia. Por eso necesita inventar una modalidad tal que permita que la palabra pase. Que pase como un juego, como broma, como semblant.
La experiencia nos ha enseñado que también el niño autista y psicótico puede entender la palabra en la vertiente del semblant, a la condición que, antes, sea desactivada la potencia mortífera de su vertiente real.